domingo, 2 de marzo de 2008

La Iglesia, también cómplice en el Operativo Independencia durante la dictadura militar argentina

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La Iglesia, también cómplice en el Operativo Independencia



La Iglesia Católica tuvo una activa participación en la represión del pueblo tucumano durante el Operativo Independencia. Su jerarquía, a nivel nacional y provincial, mantuvo estrechos vínculos con los represores comandados por los generales Adel Edgardo Vilas y Antonio Domingo Bussi.

El Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina visitó bases militares y campos de concentración en más de una oportunidad, elogiando el accionar de los grupos de tareas y reivindicando el papel mesiánico del Ejército. El arzobispo de Tucumán tenía libre acceso al campo de concentración que funcionaba en la Jefatura de Policía, donde se lo vio en numerosas oportunidades. El prior provincial de la orden dominica y rector de la universidad católica local, junto a otro sacerdote dominico que encabezaba una comisión arquidiocesana para los medios de comunicación, fueron piezas claves de los aparatos de propaganda e inteligencia del Operativo. Uno de ellos fue acusado públicamente de haber participado en las reuniones del Comando de la Quinta Brigada en las que se decidía qué personas iban a ser secuestradas y nunca lo desmintió.

Un episodio escandaloso involucra al delegado del Papa en la Argentina, quien además de elogiar a los represores dijo que había que respetar el derecho hasta donde se pudiera. Numerosos sacerdotes fueron confidentes y asesores de los militares y varios de ellos visitaban a diario los campos de concentración, donde los prisioneros estaban maniatados -muchas veces con alambres de púas-, tabicados, bárbaramente torturados. Allí justificaban a los represores y presionaban a los prisioneros para que se declararan culpables y delataran a compañeros, amigos, familiares.

Los represores estaban plenamente identificados con la Iglesia Católica. Al comenzar el Operativo, Vilas entregó su bastón de mando a la Virgen de la Merced. No fue otra cosa que un plagio al general Belgrano, quien ofrendó el suyo a esa virgen en agradecimiento por la victoria patriota sobre los españoles en la Batalla de Tucumán.

En la Escuelita de Famaillá, primer campo de concentración del Operativo, torturaban a los prisioneros con la “Misa criolla” como música de fondo para silenciar los alaridos de los martirizados por la Inteligencia del Ejército.

Apenas iniciado el Operativo, Vilas se reunió con las dos máximas jerarquías católicas: Blas Victorio Conrero, arzobispo de Tucumán y Juan Carlos Ferro, obispo de Concepción, a quienes les pidió “su colaboración en la lucha”. La respuesta fue inmediata: “los altos prelados eclesiásticos -reveló Vilas- accedieron a mi petición y algunos sacerdotes modernistas fueron retirados de la zona”.

A partir de esa reunión y de las decisiones adoptadas por la jerarquía católica, los represores y los sacerdotes iniciaron una tarea conjunta que no conoció límites.

Todos los actos organizados por los militares, desde la donación de una bandera a una escuela rural, hasta homenajes a sus “héroes caídos en combate” -la mayoría muertos en accidentes- tenían un tinte religioso exasperante, marcado por el fanatismo integrista del que hacían gala soldados y curas.

Las fuerzas de tareas, que realizaban diariamente operaciones rastrillo y allanamientos en todos los poblados del interior tucumano, tenían la colaboración de los curas locales para marcar “sospechosos”. Estos podían ser luchadores sociales o simplemente padres que no enviaban a sus hijos a la parroquia. El llamado “control poblacional” de los militares incluía la recolección de datos personales de los integrantes de las familias. De esos datos se desprendía que una gran cantidad de personas no estaban bautizadas y que muchas parejas no estaban casadas. La solución fue simple: los curas organizaban para un día determinado la ceremonia respectiva y los soldados arriaban como a ganado a la gente hasta las iglesias, donde “voluntariamente” eran bautizadas y casadas.

Vilas no ahorró elogios para destacar “la acción que desplegaron los capellanes militares o los simples curas de campaña”. Además de delatar “sospechosos”, bautizar y casar “infieles” que no habían recibido hasta entonces esos sacramentos, los curas “aconsejaban -dice Vilas- a las almas desesperadas”. Se refería así a los numerosos prisioneros que recibieron las visitas de sacerdotes en sus lugares de detención, donde estaban atados, encapuchados, torturados.

Los sacerdotes Vecce y Mijalchik visitaban a menudo la Escuelita de Famaillá el primero y el campo de concentración del Arsenal Miguel de Azcuénaga el segundo. En este último lugar, un prisionero relató que un día, mientras realizaba tareas ordenadas por sus captores, se topó con Mijalchik. Aprovechó la oportunidad para preguntarle si no iba a rezar por ellos, a lo que el cura respondió: “para lo que les va a servir”.

Vilas, contando con el apoyo brindado por la jerarquía católica de la provincia, emprendió una feroz campaña contra los sacerdotes progresistas. Varios lograron huir de la provincia, algunos al exterior. Dos de ellos no tuvieron esa suerte. Raúl Sánchez, un cura muy querido en la zona obrera del ingenio San Pablo, fue secuestrado y bárbaramente torturado en la Escuelita de Famaillá. Liberado, el arzobispo Conrero le “sugirió” que se fuera del país, porque así lo quería “el general”. Sánchez se exilió en el Uruguay, donde vive actualmente. Un colega y amigo suyo, René Nieva no quiso irse de Tucumán, un lugar que amaba. Una noche su domicilio fue asaltado por una patota integrada por militares y policías que lo acribilló a balazos. Sobre su asesinato la Iglesia nunca dijo nada. Aún hoy, Nieva no figura en los reclamos que incluyen a sacerdotes y laicos víctimas del genocidio.

La simbiosis clerical militar tuvo una figura paradigmática en Tucumán desde antes del inicio del Operativo y hasta finalizada la dictadura. Se trata de Aníbal Fósbery, en esa época prior provincial de la Orden Dominica y rector de la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (UNSTA). Integrista fanático, su nombre trascendió públicamente para todo el país cuando formó parte de un grupo que en plena guerra de Malvinas viajó a Libia para traer material bélico y cuando al inaugurar una universidad en Bariloche agradeció y elogió a Erich Priebke, el nazi condenado en Italia por el crimen de las Fosas Adreatinas.

Fósbery, creador de una organización juvenil integrista -FASTA- acusada de haber aportado voluntarios para la represión ilegal, tuvo un enorme poder en la provincia. El hombre de su mayor confianza, Oscar “Cacho” DAgostino fue colocado a propuesta suya al frente de la corresponsalía tucumana de la agencia estatal de noticias Télam. D´Agostino y dos altos oficiales de la Inteligencia del Ejército llevaron a cabo la tarea de desinformar al pueblo argentino a través de despachos periodísticos que hablaban de una guerra que nunca existió. Un ex diputado nacional denunció que Fósbery participaba de las reuniones de la Comunidad de Servicios de Inteligencia en las cuales se elaboraba las listas de personas a ser secuestradas por las patotas. Fósbery nunca lo desmintió. Conducida por Fósbery, la UNSTA se transformó en el centro emisor de las ideas y personas que servirían para justificar la represión, el genocidio. Una vez instalada la dictadura fue recompensada económicamente con enormes subsidios y fue partícipe de un complot para desviar a sus aulas a los jóvenes que, por los cupos, tenían obstaculizado su ingreso a la Universidad Nacional de Tucumán.

El delegado del Papa en la Argentina, monseñor Pío Laghi también visitó a los militares del Operativo. Invitado por Bussi, fue a Tucumán en junio de 1976. Su presencia en una base militar está probada. En ese lugar, al impartir la bendición papal a jefes y oficiales de los grupos de tareas, les dijo: “ustedes saben encontrar bien una definición de patria” y en respuesta a palabras de Bussi, afirmó que “la misión de las tropas era de autodefensa”, pero “en ciertas situaciones la autodefensa exige tomar determinadas actitudes, con lo que en este caso habrá de respetarse el derecho hasta donde se pueda”.

Un ex prisionero que sobrevivió contó que un día sus captores lo llevaron hasta un helipuerto improvisado en el campo de concentración del ex ingenio Nueva Baviera, donde estaba Bussi con otros altos jefes militares y con ellos un prelado que, por su vestimenta, donde se destacaba el gran sombrero redondo y por versiones posteriores de sus captores, supo que se trataba del Nuncio Papal Pío Laghi. El sacerdote le preguntó si sus padres sabían donde estaba y le regaló una Biblia. Después subió al helicóptero y se fue, mientras el prisionero era regresado a su lugar de cautiverio. La Iglesia y varias personalidades negaron que Laghi haya sido el protagonista de esa historia. De más está decir que si no fue el Nuncio, fue alguna otra alta autoridad de la Iglesia la que visitó ese campo de concentración.

Los que sí estuvieron en numerosas oportunidades en Tucumán, elogiando y bendiciendo a los integrantes de las patotas que secuestraban, torturaban y asesinaban, fueron Adolfo Servando Tortolo y Victorio Bonamín. El primero, Vicario General Castrense y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, además de justificar la tortura ante sus pares de ese organismo, dijo que “el alma nacional se ha purificado”, porque “con su mudo lenguaje la sangre nos habla de testimonio, de grandeza, de victoria, de heroísmo”. El otro guerrero con sotanas, Bonamín, Provicario Castrense, no tuvo empacho en decir que “la Patria rescató en Tucumán su grandeza, mancillada en otros ambientes, renegada en muchos sitiales y la grandeza se salvó en Tucumán por el Ejército Argentino. Estaba escrito, estaba en los planes de Dios, que la Argentina no debía perder su grandeza y la salvó su natural custodio: el Ejército”.

Es particularmente grave el testimonio de un padre desesperado que buscaba a dos hijos, un varón de 20 años y una mujer de 18, secuestrados una noche de su domicilio por los grupos de tareas del Operativo. El hombre fue al arzobispado a ver a Conrero, quien conocía a los jóvenes. Juntos cruzaron la avenida Sarmiento e ingresaron a la Jefatura de Policía. El relato es preciso y contundente: “el arzobispo habla con personal superior de la policía y se encamina hacia los fondos, entra en una dependencia y me dice: ahí está su hijo”. El detalle es importante porque en ese lugar funcionaba el campo de concentración del Servicio de Información Confidencial. El testigo dice que, siempre al lado de Conrero, ve a su hijo “desde una distancia de tres metros, más o menos, parado, con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda, junto a varios individuos en las mismas condiciones”. Dice el padre del joven: “sin pedir permiso a nadie, monseñor Conrero le bajó las vendas de los ojos y le permitió que lo mirara”. El hijo “hizo un gesto como de sorpresa con la cara, pero inmediatamente el arzobispo le puso nuevamente las vendas en los ojos y se dirigió hacia unos superiores policiales con quienes habló”. Después, Conrero le dijo al hombre que “ya se iba a solucionar el problema de su hijo porque había sido llevado para reconocimientos y que su hija no estaba en la Jefatura”. El joven fue liberado un par de días después. Su hermana está desaparecida desde entonces.

El nombre de Laghi fue publicado en 1984 integrando una lista de veinte sacerdotes acusados de complicidad con los genocidas en testimonios recogidos por la CONADEP. La Iglesia desmintió la denuncia contra Laghi, pero ni se preocupó en defender a ninguno de los otros clérigos nombrados, entre los que estaba el arzobispo de Tucumán, Blas Victorio Conrero.

Opinión
Por: Marcos Taire (especial para ARGENPRESS)
Fecha publicación: 11/10/2007

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